lunes, 21 de marzo de 2016

"El predicador de Floresta" por Vivi García

   Durante algún tiempo, los domingos por la tarde exactamente a las cinco, llegaba el predicador. Se ubicaba a la salida de la estación Floresta del ferrocarril Sarmiento, en Venancio Flores y Bahía Blanca. Desde la escalinata comenzaba a anunciar las Buenas Nuevas: “¡Gloria a Dios en las alturas! ¡Paz en la tierra entre los hombres que gozan de su favor”, de esta manera, con esta cita bíblica, solía saludar a los que pasaban, a los que se detenían a escucharlo, a los que se burlaban de él. El predicador seguía entregando su mensaje como un ramillete de flores: “Ánimo, hija, por tu fe has sido sanada…”, y narraba maravillosamente la historia de la mujer de las hemorragias imparables que se curó al tocar la capa de Jesús.
   Era un hombre moreno, de baja estatura, pero su voz era la de un gigante. “Otra vez llegó el loco”, decían algunos vecinos, pero vaya a saber por qué razón se quedaban a escucharlo.
   “…Luego tomó en sus manos los cinco panes y los dos pescados y, mirando al cielo, dio gracias a Dios y los partió , los dio a los discípulos y ellos los repartieron entre la gente. Todos comieron hasta quedar satisfechos…”. Y el milagro de los panes y los peces inundaba las calles y se metía por las ventanas abiertas de los que no se animaban a salir. Sus citas bíblicas se transformaban en relatos que contenían milagros, promesas, buenos deseos.
   Escuchado o aparentemente ignorado al encuentro dominguero cada vez iba más gente, algunos dejaban pasar un tren y otro para oírlo contar. Algunos vecinos sacaban bancos a la esquina y de a poco ese ingreso y salida de la estación se fue convirtiendo en un auditorio.
   Nunca se supo qué encontraban los oyentes en el mensaje del predicador. Qué descubrían en esas palabras que se escapaban de ese Libro de tapas negras gastadas y de hojas delgadas con bordes dorados.
   Un domingo de primavera el predicador estaba como iluminado, de su boca brotaban mensajes encendidos, el silencio acompañaba el momento, sólo su voz en el aire y la caricia de la llegada de dos trenes que en direcciones opuestas se detuvieron juntos en el momento exacto en el que el predicador decía: “Pidan, y Dios les dará; busquen, y encontrarán; llamen a la puerta, y se les abrirá. Porque el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y al que llama a la puerta, se le abre”. Desde ambos andenes los pasajeros comenzaron a descender y a rodear al predicador y entre todos los rostros, entre todas las siluetas, se escuchó una voz que pidió: “dígalo todo de nuevo por favor”. Y el decidor de las palabras en llamas  repitió : “Pidan, y Dios les dará; busquen, y encontrarán; llamen a la puerta, y se les  abrirá…”.
   De a poco, lentamente, los pasajeros siguieron sus destinos, algunos hacia la avenida Rivadavia; otros, hacia la calle Avellaneda; los vecinos guardaron sus sillas, y los burladores callaron.
   Ese fue el último domingo que Floresta contó con su presencia. Nadie conocía al predicador. Nadie le había preguntado su nombre. Quizá, ya lo había dicho todo y debía visitar otros lugares, tal vez regrese algún día y vuelva a hablar de milagros, promesas, abundancias…
   En una de las pocas paredes que quedaban blanqueadas, sin escrituras futboleras, alguien escribió: “Volvé predicador, y contanos de nuevo lo de aquel día que comieron todos…”.

   Nadie  ha tachado el mensaje en años, no hubo lluvia capaz de borrarlo, y no hay habitante de Floresta que no conozca la historia del predicador, ése, que entregaba la Palabra como un ramo de flores.